Objetivo de esta experiencia

Todo hijo comienza una historia eterna, sobre la cual no tendrá poder la muerte. Serán siempre como Dios quiso que fueran desde toda la eternidad.

Para hacer que el agua sea límpida, tenemos que ir a su fuente. Aquí sólo lo conseguiremos buscando la fuente del origen del ser humano, que nos lleva a la conquista entusiasmante de su fuerza original. El niño crece, vive, estudia, busca una profesión, se reproduce y muere. ¿No habrá un antepasado más profundo en su núcleo original, colocado por el mismo Creador?

Para asumir la paternidad, hay que descubrir primero quién es el hijo, en su ser integral.

Lo principal, pues, no es que todo transcurra bien en el plan habitual —lo que nunca se podrá garantizar—, sino experimentar la validez de esta vivencia en cualquier circunstancia.

Como decía León Bloy cuando visitó a Lourdes: "lo que sorprende no es sólo las personas que regresan curadas, sino aquéllas que, aún enfermas, regresan felices porque encontraron la fe".

Si el niño, desde su concepción y durante la gestación, recibe la vida de una fuente pura, filtrada a través de la madre, también a través de la madre recibe o, por lo menos, participa de la Redención. Esto quiere decir que puede ser engendrada casi sin sufrir el peso de la herencia de las limitaciones humanas, del pecado.


La responsabilidad de los padres es grande. Deben querer engendrar un hijo en esta dimensión, en un acto de fe, porque su finalidad es la de realizar esta voluntad: "Sed, pues, perfectos como vuestro Padre celestial" (Mt 5, 48).


¿Cómo puede el hombre, ser tan imperfecto, engendrar criaturas perfectas? Dios engendra con nosotros la persona integral. Esta, inclusive, trae su capacidad de libre-arbitrio, con el que confirmará después su propia elección. Por tanto, es necesario que los padres se propongan una purificación personal en la que se revisen todos los valores del matrimonio.

Esta experiencia sólo es posible para los que están dispuestos a vivir en plenitud el cristianismo, pues propone la búsqueda del equilibrio roto por el pecado.


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