Bases para la vivencia
¿Qué voy a hacer con este hijo? Hacer lo que me corresponde de la mejor manera posible, y el resto dejarlo en las manos de Dios. ¿Quién se casaría, si fuera para vivir casado sólo un día o diez meses? ¿Quién aceptaría un hijo que sería injustamente asesinado a los 33 años, con una muerte de cruz? Si no hay una finalidad mayor, ¡esto no tiene sentido!
¡No podemos hacer de las realidades humanas el absoluto! Hasta los que se dicen cristianos se destruyen cuando muere un hijo o el marido.
No hay otra alternativa: o hacemos de las personas o cosas nuestro dios, o nos lanzamos en la disponibilidad total del compromiso de amor del verdadero Dios. María sabía que el hijo, aunque totalmente suyo, no le pertenecía. En el Templo, cuando preguntó: "Hijo, ¿por qué hiciste eso?", Jesús, de doce años, contestó: "¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo ocuparme en los asuntos de mi Padre?"(Le 2,48-49).
Dios hizo maravillas en María, porque miró la nada de esa sierva. La primera dimensión concreta de lo que es la virginidad está en esta pobreza total, sin ningún interés, sin ninguna proyección personal.
En la nada de la madre, que entrega todo al Creador, es en donde está la fuente límpida del origen humano. ¿En dónde vamos a encontrar respuestas a nuestros deseos de un origen puro, santo, rico de gracias y cualidades?
Así saludó el Angel a María: "¡Llena de gracia!". ¡Llena de la presencia viva de Dios! Esto es lo que da la capacidad de asumir, por el hijo, lo increíble, hasta el punto de repetir en sí las cualidades del Amor, descritas por San Pablo; "La caridad es paciente, es servicial, no es envidiosa, no se pavonea, no se engríe; la caridad no ofende, no busca el propio interés no se irrita, no toma en cuenta el mal... todo lo excusa, lo cree todo, todo lo espera, todo lo tolera" (I Cor 13,4-7).
Así se llega al segundo aspecto de volverse inmaculada: ser llena de gracia
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