Virginidad y maternidad

En los términos que hemos presentado, virginidad y maternidad adquieren la misma dimensión, pues ambas son potencias generadoras y purificadoras de todo el universo. Lógicamente no nos estamos refiriendo al simple engendrar físico. Estamos hablando de un ser, la mujer, que en su propia naturaleza femenina lleva cualidades que se manifiestan cuando entra en comunión con la naturaleza, con la humanidad o con el hijo que lleva en su vientre.

¡Virginidad y maternidad! ¿Cómo conciliar estas dos dimensiones en una misma persona? Aquí se encuentra el más grande poema de nuestro origen.

Si la maternidad consiste en hacer brotar en una nueva criatura lo que, como semilla, Dios ha colocado en la mujer, ella tiene sin duda que conservarlo en el estado virgen más absoluto.

La maternidad es un acontecimiento que compromete integralmente a toda la persona. Como todo el ser de la mujer fue hecho para engendrar, toda la persona también tendrá que ser virgen. Este estado del ser está representado físicamente por el himen vaginal, a través del cual sólo el amor tiene derecho de pasar, sea para la fecundación, sea para el parto.

Virginidad no quiere decir, de ninguna manera, esterilidad; es todo lo contrario. Pues, aun sin engendrar hijos físicos, las personas vírgenes irradian la vida al irradiar a su alrededor la luz de la alegría de Dios, no contaminada ni distorsionada por las pasiones.

La mujer consagrada como virgen puede y debe ser increíblemente fecunda en su espíritu, porque sus cualidades han sido desposadas por Dios, fuente de vida.

La misma dimensión debe ser el objetivo de la mujer casada, que puede vivir en su interior, en el claustro de su alma, la pureza integral. El claustro exterior no siempre expresa una pureza total. El alma debe sosegarse en el silencio del claustro que Dios hace en ella. En su corazón. Así como en el claustro hay silencio, oración y libertad interior, así será el corazón de toda madre cristiana.

Este es el camino, esta es la verdad que hay que vivir en las distintas circunstancias o vocaciones. La profundidad y la riqueza de la vivencia propuesta al ser humano es mucho más grande de lo que se puede imaginar.

La mujer, consagrada en el celibato o consagrada en el matrimonio, debe, por su dimensión personal, anunciar el Reino definitivo de Dios.

"Los hijos de este mundo se casan unos con otros. Pero los que han sido dignos de tener parte en el otro mundo y en la resurrección de los muertos, no tomarán mujer ni marido. Asimismo no pueden ya morir, pues son como los ángeles e hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección" (Le 20, 34-36).

La virginidad anuncia y realiza anticipadamente el Reino. Por la gracia entramos en la perspectiva de la eternidad, en donde el hombre y la mujer ya no se necesitan individualmente, sino que se realizan en plenitud en la pura fuente de la vida, Dios. Se unifican por medio de él y en él. La total comunión de los esposos anticipa el paraíso en el hogar.

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